miércoles, 15 de febrero de 2012

Los cuentos de Villanueva del Torrente Seco II

Al cuarto día, Cándido no tuvo otro remedio que sacar las cabras del corral y llevarlas al monte. Si las dejaba allí morirían de hambre, porque ya se habían comido el poco pienso que el pastor guardaba. Sabía que llevarlas bajo la lluvia calle arriba no iba a ser tarea fácil. Al pasar por la puerta de Mariana, sintió más que nunca que no dejase de llover, así no había quien barriese la puerta, y ese día, al igual que los anteriores, no podría preguntar por el amigo de su padre, que Dios guarde en su gloria. Miró de reojo la puerta cerrada y no se detuvo ni a liar el cigarro, además, con tanta agua no iba a poderlo encender. Entonces, para su sorpresa, la puerta se abrió y asomó una Mariana que parecía vestida para ir a misa, toda de negro y con la mantilla cubriéndole el pelo. Sobresaltado Cándido se acercó y habló.
-¡Dios mío! ¿Se ha muerto tu padre?
- Sigue igual, en la cama, con sus dolores, pero él dice que de hoy no pasa. Me ha dicho que me preparase, por si luego con el disgusto no doy con los trapos negros, y además, quiere que entres. Iba a salir a buscarte, cuando mi padre ha oído el cencerreo de tus cabras- dijo la muchacha alargando aquel día su respuesta habitual.
-¿Quiere que entre?.Pero si estoy chorreando- dijo el pastor sorprendido.
- Lo mismo da. ¿No le irás a negar su última voluntad a un moribundo, verdad?
Cándido no dijo nada más, hizo un gesto a Canela que lo esperaba al final de la calle, y el animal obediente, toma el mando de las cabras que bajo la lluvia continúan el camino con calma, casi indiferentes a los ladridos del animal.
Escurriendo agua entró en la habitación de Justo al que no veía desde que era un niño. Lo recordaba joven, alto y robusto. La extraña enfermedad que lo mantenía en cama parecía haberlo hecho menguar, por encima del pantalón le sobresalían los huesos de las rodillas por su extrema delgadez. Peinaba hacia atrás los pocos cabellos blancos, y un sin fin de diminutas arrugas le surcaba el rostro, sólo sus ojos, parecían jóvenes y realmente vivos. Estaba tumbado en la cama, recostado sobre unos almohadones. Había velones encendidos como si fuese el día de los difuntos, y el enfermo, llevaba puesto su mejor traje, no quería darle a su hija el mal trago de vestir a un muerto. El joven, estrujaba la gorra empapada que se había quitado al entrar. Mariana no solía ver el ensortijado pelo castaño de Cándido, y no pudo evitar mirar como se iba rizando con la humedad. Justo carraspeó para llamar su atención, y la chica, bajó la vista ruborizada.
- Niña, coge el paraguas y vete a buscar a Don Ángel- dijo el enfermo con apenas un hilo de voz.
- Pero padre, está lloviendo a cantaros, el cura ya estuvo aquí hace dos días, creo que...
-¡Haz lo que digo!¡Que me muero y quiero confesarme!- dijo su padre interrumpiéndola
La muchacha salió corriendo sin decir nada, sorprendida de pronto por la energía de su progenitor. Cuando se quedaron a solas Justo pidió al muchacho que mirase por la ventana, y se asegurase que Mariana salía a buscar al párroco.
- Llevo todos estos años, viendo como cada mañana te paras a hablar con mi hija- dijo Justo comenzando a hablar- y me gustaría saber que intenciones tienes para con ella.
- Yo.. verá usted... me paro a preguntarle por la salud de usted... unas palabras cruzamos nada mas- dijo Cándido haciendo gotear la gorra, de tanto estrujarla.
- ¿Y nada más?. Mi hija anda todo el día, escondiéndome unos papelitos doblados que guarda en el bolsillo del delantal. En cuanto me cree dormido, o en cuanto se desocupa, los saca para leerlos. Mas de diez, le he contado sin que se diese cuenta. Papeles como esos que asoman medio mojados del bolsillo de tu chaqueta- dijo Justo señalando con el dedo el lugar- ¿No sabrás tú algo de eso? ¡Habla mozo!...

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