lunes, 10 de septiembre de 2012

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Sol de media tarde en un tórrido día de verano, el más seco, el más caluroso que podáis imaginar. Un desierto pedregoso, sin atardeceres, sin amaneceres, siempre ese sol y ese calor que acaban con todo vestigio de vida, un infierno eterno y estéril. El viento sopla fuerte y caliente levantando la tierra reseca, cegando los ojos de quien mira, y quien mira, siempre soy yo.
Vigilo, vigilo el campo donde antes crecieron mis sueños. Un lugar lleno de esperanzas y de ilusiones que ahora no es más que un páramo yermo. Nada, nada podría sobrevivir en un sitio así. Sin embargo, en cuanto un solo día dejo de vigilar, en cuanto bajo la guardia, brota lo que siento queriendo devolver la vida a ese maldito lugar. Concentro ese sol de medio día, ese calor abrasador, esa dureza extrema para conmigo misma y destruyo todo asomo de vida...otra vez.

Te lo ofrecí, tuve el valor de ofrecerte lo que pensé que nunca  te ofrecería.

¿Quieres dejar de verme? Así, dije, haciendo un gesto que señalaba la cama en la que acabábamos de hacer el amor. Así y de cualquier otra forma, puntualicé. Porque durante un tiempo, no sé cuanto, no querré verte de ninguna manera.
Yo no he dicho eso, dijiste.
No, eso te lo estoy diciendo yo. ¿Qué quieres?

Dependo de ti.

Ojalá nunca hubieras dicho esas tres palabras.

1 comentario:

  1. Creo que con cosas como estas, más de acuerdo no puedo estar con Gandhi... el poder de la palabra a veces es mucho más fuerte que la de un arma.

    He aquí el mayor de los ejemplos.

    ¡Besazos!

    =^.^=

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